31.12.07

Mendoza-Chile

Buscando, cortando, pegando y dando sentido a la información turística que Sofi y yo fuimos recabando de Internet para nuestro cercano viaje a Mendoza (cuyo relato iremos posteando en nuestro blog viajero), de repente me viene un recuerdo, todo junto, como una gran escena proustiana.
El párrafo que estaba leyendo era el siguiente, acerca del túnel que conecta la provincia de Mendoza con Chile:

"El Túnel del Cristo Redentor mide unos 3 km de largo y está a 3.185 m de altitud, razón por la cual casi todos los inviernos suele quedar taponado por las nevadas durante algunos días. Desde hace años se habla de construir un túnel más largo y más bajo que fuera siempre transitable. Al otro lado del Túnel, a pocos kilómetros, se encuentra el Complejo Aduanero Los Libertadores, donde se realizan los trámites de salida de la Argentina y entrada a Chile; allí está el Centro de Deportes Invernales El Portillo y, poco después, los espectaculares Caracoles a través de los cuales se desciende hasta Juncal. La ruta es angosta, sinuosa y muy transitada hasta la ciudad de Los Andes, donde comienza la autopista a Santiago de Chile."

Y entonces me viene de golpe, a mí que creo que "no conozco" Mendoza sólo porque no he recorrido la provincia lo suficiente, una imagen de la infancia que transcurre precisamente en Mendoza.
Estábamos viajando al centro de esquí de Portillo (Chile), y quedamos varados varias horas antes del cruce internacional, justamente porque el Túnel de Cristo Redentor estaba tapado por la nieve. Yo tenía 7 u 8 años, pero recuerdo la escena con bastante nitidez: transcurría con un fondo totalmente blanco por la nieve, seguramente mi hermana y yo jugábamos con los hijos de otros turistas argentinos que viajaban en el micro junto a mis viejos. Todos habíamos bajado del ómnibus a una especie de cafetería, pero esperábamos afuera. No recuerdo si hacía mucho frío o no, si nos calentaba el sol o la nieve lo cubría todo, pero había un perro San Bernardo y yo me sentía como en un dibujo animado o en una película, con la nieve y ese perro al lado. En cierta forma, esto le otorgaba a la escena más realidad, porque de chicos frecuentemente confundimos y mezclamos las difusas fronteras de la realidad y la ficción.
Había un montón de piedras en el camino y yo había agarrado una que me parecía especial, convencido de que ésta –debido a su forma, a su tamaño, a su color– condensaba de manera particular toda la escena, y se convertía por obra de mi elección en un recuerdo, un souvenir. Se la mostré orgulloso a mi viejo, y él la vio y me dijo "Mirá", con una expresión que indicaba que iba a mostrarme algo interesantísimo. Tomó la piedra, estiró hacia atrás el brazo y la tiró con todas sus fuerzas, lo más lejos que pudo. Yo pegué un grito, pero ya era demasiado tarde: la piedra estaba perdida para siempre, y quizás también la escena y el recuerdo.

Muchos años después, hoy, ahora, buscando información de lugares que en apariencia no tienen nada que ver con Portillo, ni con todos los recuerdos que tengo de la temporada de esquí que pasamos allá, comprendo que el recuerdo se conservó por azar en mí, en eso que Proust ha llamado la memoria involuntaria, mucho mejor que lo que hubiera podido hacerlo uno de esos tantos objetos que conservo quién sabe para qué.

No hay comentarios: