7.3.11

Final para un cuento

Estoy terminando de traducir un cuento de Stephen Crane, y la última parte tiene una autonomía que lo vuelve muy interesante, casi un microcuento. La transcribo completa porque creo que hoy en día puede ser leída como un cuento en sí mismo. El título es invención mía.

Fin de fiesta

Había un baile en el Imperial Inn. Durante la noche algunos jóvenes irresponsables llegaron de la playa, afirmando que una gran cantidad de gente había sido avistada cerca de la costa. Era un baile encantador, y nadie se molestó en perder el tiempo creyendo en este cuento. La fuente del patio salpicaba suavemente, y una pareja tras otra desfilaba por los corredores de palmeras en los que lámparas con luces rojas arrojaban una luz rosada sobre las hojas relucientes. En lo alto de algún balcón, un ruiseñor gritaba en medio de la noche. La banda tocaba sus valses con ensoñación, y su música llegaba débilmente hasta la gente entre las palmeras, como las melodías de los sueños.
A veces una mujer decía:
–Oh, no es cierto que haya habido un naufragio allá en el mar, ¿no?
Por lo general un hombre contestaba:
–No, claro que no.
Por fin, sin embargo, un joven llegó violentamente de la playa. Tenía un aspecto triunfante.
–¡Están ahí afuera! –gritó–. ¡Una barcada entera!
Recibió una atención ansiosa, y dijo lo que todos suponían. Sus noticias destruyeron el baile. Un momento después la banda estaba tocando encantadoramente para el espacio vacío. Los invitados se habían puesto un abrigo e iban apresuradamente hacia la playa. Una niña pequeña dijo “Oh, mamá, ¿puedo ir yo también?”. Al negársele el permiso, empezó a hacer pucheros.
A medida que llegaban del refugio del gran hotel, el viento soplaba velozmente del mar, y de a intervalos una ola grande brillaba lívida. Las mujeres se estremecieron, y sus compañeros inclinados aprovecharon la oportunidad de acercar los abrigos. La arena de la playa estaba húmeda, y los zapatos delicados dejaban impresiones claras y profundas sobre ella.
–Oh, Dios –dijo una muchacha–, ¡y si estaban ahí afuera ahogándose mientras nosotros bailábamos!
–¡Tonterías! –dijo su hermano menor–. Esas cosas no pasan.
–Bueno, podrían pasar, ¿sabes, Roger? ¿Cómo puedes estar seguro?
Un hombre que no era su hermano la observó con profunda admiración. Después ella se quejó de la arena húmeda, y al arremangarse las faldas, miró con arrepentimiento sus piecitos.
En medio de su interés y su excitación, el hijo de una madre se aventuraba demasiado cerca del agua. Ocasionalmente ella le advertía y reprochaba desde atrás.
A excepción del resplandor blanco de la rompiente, el mar era un gran vacío atravesado por el viento. De entre la multitud de mujeres encantadoras flotaba el perfume de muchas flores. Más tarde flotó hasta ellas un cuerpo con la calmada expresión de un irlandés. La expedición del Foundling nunca pasará a la historia.