31.12.13

Aprendiendo (de las redes sociales)


Una reflexión breve sobre los apócrifos en las redes sociales. Leo en un muro de Facebook:

APRENDIENDO (Jorge Luis Borges)

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma, y uno aprende que el amor no significa acostarse y una compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender... que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos...

...bla bla bla, etcétera.

No necesito leer más de dos párrafos para saber que esta seguidilla de lugares comunes no pertenece a Borges (aunque su atribucion apócrifa, como la del poema "Instantes", es sin duda un hecho borgeano).
Lo que me pregunto es: ¿cómo reaccionaríamos si, ante el mismo texto, se atribuyera a otro autor, como el que sigue?

APRENDIENDO (Marcelo Polino)

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia entre sostener una mano y encadenar un alma, y uno aprende que el amor no significa acostarse y una compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender... que los besos no son contratos y los regalos no son promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la cabeza alta y los ojos abiertos...

...bla bla bla, etcétera.

Una vez más, la lección del "Pierre Menard" gana la partida: véase cuán profundo, sensible y erudito es el párrafo de Borges, y cuán mediático, farandulero y superficial el de Polino.

26.12.13

El problema de no ser Dios

Confirmado: el mayor pecado de nuestros tiempos es no ser Dios.

"Exhibiendo una gran falta de ubicuidad y un nulo compromiso con la Universidad pública, gratuita, cogobernada e irrestricta, en la noche de ayer un grupo minoritario que expresa tener mandato de la asamblea de estudiantes “tomó” la Facultad..."

(Fragmento de un comunicado de la Facultad de Filosofía y Letras del 17 de octubre pasado, cursivas mías.)

21.3.13

Fin del mundo


El domingo, como ya me estaba volviendo loca por estar encerrada, quise ir a caminar, a tomar un poco de sol a la plaza de la biblioteca. Le toqué la puerta a papá para ver si quería venir. No contestó. Abrí. Estaba dormido. Se levantaba al anochecer, justo para ver el noticiero durante la única hora de televisión que daban por día. Comía un poco a la cena y se volvía a acostar hasta la noche siguiente. A veces me olvidaba de que él estaba.
Salí sola. En la plaza no me animé a desplegar la lona, tuve una sensación extraña. No había nadie. Ni chicos jugando al fútbol, ni chicas tomando sol, ni gente con sus perros, ni ciclistas, ni viejitos sentados en los bancos. Nadie. Era un domingo de sol y la plaza estaba vacía. Y no era demasiado temprano. De vez en cuando, pasaba un auto por la avenida. Di una vuelta por Plaza Francia, por La Recoleta. Todo estaba impecable, el pasto cortado, los canteros con flores. En el café La Biela estaban las sillas vacías bajo las ramas del gomero inmenso. Los mozos sentados en los taburetes de la barra se espantaban las moscas con el repasador. Volví a casa rápido.


Un fragmento, a modo de microcuento, de la extraordinaria novela El año del desierto, de Pedro Mairal. Disfruto mucho cada vez que la releo. Una de esas novelas que cualquier escritor aspira, alguna vez, a poder ejecutar. Es una injusticia que esté agotada y sea tan difícil de conseguir.