21.3.13

Fin del mundo


El domingo, como ya me estaba volviendo loca por estar encerrada, quise ir a caminar, a tomar un poco de sol a la plaza de la biblioteca. Le toqué la puerta a papá para ver si quería venir. No contestó. Abrí. Estaba dormido. Se levantaba al anochecer, justo para ver el noticiero durante la única hora de televisión que daban por día. Comía un poco a la cena y se volvía a acostar hasta la noche siguiente. A veces me olvidaba de que él estaba.
Salí sola. En la plaza no me animé a desplegar la lona, tuve una sensación extraña. No había nadie. Ni chicos jugando al fútbol, ni chicas tomando sol, ni gente con sus perros, ni ciclistas, ni viejitos sentados en los bancos. Nadie. Era un domingo de sol y la plaza estaba vacía. Y no era demasiado temprano. De vez en cuando, pasaba un auto por la avenida. Di una vuelta por Plaza Francia, por La Recoleta. Todo estaba impecable, el pasto cortado, los canteros con flores. En el café La Biela estaban las sillas vacías bajo las ramas del gomero inmenso. Los mozos sentados en los taburetes de la barra se espantaban las moscas con el repasador. Volví a casa rápido.


Un fragmento, a modo de microcuento, de la extraordinaria novela El año del desierto, de Pedro Mairal. Disfruto mucho cada vez que la releo. Una de esas novelas que cualquier escritor aspira, alguna vez, a poder ejecutar. Es una injusticia que esté agotada y sea tan difícil de conseguir.