17.3.24

No te veré morir

Reseña de Enlutada de Paula Tomassoni

Buenos Aires: Corregidor, 2023

Por Vicente Costantini

 


Un domingo de invierno en Parque Sicardi llega un mensaje de WhatsApp que hará tambalear la tranquilidad de la tarde. El padre de Valentín, a quien conocimos en el capítulo anterior, acaba de fallecer. Una herencia y un accidente de auto marcan así el arranque de la última novela de la escritora platense Paula Tomassoni.

En toda su obra novelística, la autora presenta personajes que atraviesan algún tipo de duelo: ya sea por la separación en «Leche merengada» (2015), el suicidio del marido en «Indeleble» (2018) o la pérdida del padre en la reciente «Enlutada» (2023). Sin embargo, las novelas de Tomassoni no se regodean en el dolor y el desamparo; por el contrario, tienen también eficaces momentos de humor e ironía, retratando de modo insuperable el tedio, la rutina y lo que las circunstancias de vida han hecho de los personajes, quienes a veces parecen ser más juguetes del azar que artífices de su propio destino.

Otro paralelismo que puede trazarse entre sus novelas es el modo en que la fatalidad sirve de piedra basal para la estructura de cada una de ellas: así, en «Leche merengada» un accidente de avión empieza a revelar una maraña de secretos familiares; en «Indeleble» el difícil tránsito por la viudez se alterna con la implacable narración del pasado que llevará al marido de la protagonista a tomar una decisión extrema e irreversible; y en «Enlutada» la convalecencia tras un choque automovilístico será el motor narrativo del deterioro de las relaciones de pareja de Valentín y la Negra.

“Lo que se hereda no se roba”: ¿es posible heredar las características de un padre ausente? Tanto la primera como la más reciente novela de Tomassoni abren interrogantes acerca de la paternidad, la maternidad y las relaciones familiares. El epígrafe de Idea Vilariño (“No te veré morir”) al comienzo de «Enlutada» lo anticipa: las historias de Juan y Valentín (padre e hijo) se alternan en un ligero desfasaje temporal, como un diálogo a destiempo con el pasado perdido, con todo lo que ya no sucederá entre ellos. Buscando rastros en Internet de aquel que fue su padre, Valentín se topará con esta frase: “Más que un accidente, creo que en mi vida mi hijo es un acontecimiento”.

El título «Enlutada» podría sugerir a la imaginación del lector la imagen de una mujer que llora la pérdida de un ser querido, y hasta cierto punto no estaría tan lejos de los hechos que describe el libro. Sin embargo, en el sentido más literal (y ajustado a la trama), la “enlutada” es una cacatúa exótica muy codiciada proveniente de Oceanía, de plumaje casi enteramente negro. El inquietante circuito del tráfico ilegal de aves configura así el otro núcleo temático de la novela: ¿hasta dónde está dispuesto a llegar Juan en su obsesión por los pájaros? ¿Cuánto puede soportar por amor su pareja Graciela, aun si detesta las plumas, la mugre, el olor a animal y los constantes chillidos?

Al respecto, cabe señalar que «Enlutada» no es solamente una historia de varones; también se sostiene en el contraste entre la Negra, una joven independiente, práctica y con cierto grado de desapego, y Graciela, una mujer de otra generación que se siente desencantada por la separación y los sinsabores amorosos. El objetivo de la Negra parece ser principalmente económico y aspiracional; el de Graciela, afectivo. Al igual que otras grandes escritoras como Selva Almada o Mariana Enriquez, Tomassoni demuestra que una escritura feminista es posible sin que ello lleve aparejada la idealización de las mujeres como personajes irreprochables y unidimensionales; por el contrario, la novela las presenta con sus contradicciones y vulnerabilidades, poniendo la estética y la narración por encima de cualquier panfleto político. Son mujeres golpeadas por la vida; desilusionadas y palpables, resignadas y auténticas.

Como en las antiguas tragedias, el lector sabe algo que los personajes ignoran y esto funciona como un horizonte de desastre al que se dirigirán implacablemente; pero a su vez, como en gran parte de la novelística contemporánea, lo que los personajes muestran de sí es a veces menos importante que lo que ocultan y callan. Ignorar y saber: es en esta lógica de sustracción y suma, de exhibición y omisión, donde Tomassoni demuestra su mayor pericia, creando una novela que no da respiro hasta el final.

 


 

13.12.23

Enriqueta Muñiz, esa mujer

Reseña de Historia de una investigación. «Operación masacre» de Rodolfo Walsh: una revolución de periodismo (y amor), de Enriqueta Muñiz

Buenos Aires: Planeta, 2019

Por Vicente Costantini


En 2019, 62 años después de la publicación de Operación masacre (1957) de Rodolfo Walsh, quiso el azar que llegara a las librerías la otra voz que le faltaba a esta historia. Se trata del testimonio de Enriqueta Muñiz (1934-2013), una española que había llegado de niña a la Argentina junto con sus padres, huyendo de la Guerra Civil. Muñiz trabajó codo a codo con Walsh en la investigación de los fusilamientos ilegales ejecutados el 9 de junio de 1956 en el siniestro basural de José León Suárez.

En el prólogo a la tercera edición de Operación masacre (1969), Walsh escribe: “Desde el principio está conmigo una muchacha que es periodista, se llama Enriqueta Muñiz, se juega entera. Es difícil hacerle justicia en unas pocas líneas. Simplemente quiero decir que si en algún lugar de este libro escribo “hice”, “fui”, “descubrí”, debe entenderse “hicimos”, “fuimos”, “descubrimos”. Algunas cosas importantes las consiguió ella sola, como los testimonios de los exiliados Troxler, Benavídez, Gavino. En esa época el mundo no se me presentaba como una serie ordenada de garantías y seguridades, sino más bien como todo lo contrario. En Enriqueta Muñiz encontré esa seguridad, valor, inteligencia que me parecían tan rarificados a mi alrededor”.

La edición de Planeta es un lujo que apreciamos los amantes de los libros. Incluye un prólogo acerca de Walsh por Daniel Link (editor, entre otros libros, de El violento oficio de escribir. Obra periodística 1953-1977 y Ese hombre y otros papeles personales), una introducción de Diego Igal sobre la figura de Enriqueta Muñiz y la edición facsimilar de los dos cuadernos donde, prolijamente y en orden cronológico, la autora ha dado cuenta de la investigación. Es emocionante descubrir que el primer lector y corrector de estos cuadernos ha sido el mismo Walsh, quien añade adjetivos, enmienda erratas y no pierde la oportunidad de dejar registro de una ironía típica de su humor irlandés. Al final del primer cuaderno, Walsh escribe: “Felicitaciones por una bella crónica, además de tanto”. La edición se completa con otros materiales invaluables: cartas de Walsh a Muñiz, la transcripción del testimonio de Giunta —uno de los sobrevivientes de la masacre—, fotografías, manuscritos originales de Walsh e imágenes de las primeras ediciones del libro con sus respectivas dedicatorias. Una belleza pocas veces vista en ámbitos no especializados.

La crónica de Muñiz actúa como un espejo de la escena que ha hecho famosa Walsh: así, aquel momento en que, mientras jugaba al ajedrez, un hombre se le acerca para contarle que hay un fusilado que vive, tiene su paralelo en el momento en que Walsh ingresa a la editorial Hachette con el texto de la denuncia de Juan Carlos Livraga. Dice Muñiz: “El 20 de diciembre a las 12 hs y 25 minutos, yo era aún una persona pacífica. A las 12 y media, un extraño llamado de Walsh decidió que dejaría de serlo muy pronto”.

Impresiona la audacia de Muñiz y Walsh, dada la corta de edad de ambos. Enriqueta Muñiz tenía 22 años y Rodolfo Walsh 29 cuando emprenden esta investigación. Muñiz vivía con sus padres y tenía que acatar los estrictos horarios que estos le imponían; Walsh, por su parte, residía en La Plata —ya estaba casado y era padre de dos hijas, Victoria y Patricia— y se vería obligado a buscar refugio más de una vez en Buenos Aires.

A lo largo del relato, vemos muchos pormenores que no han quedado registrados en Operación masacre: la cobardía de editores que a último momento desisten de publicar los artículos; los intentos mezquinos por parte de algunos periodistas de robarse el crédito de la investigación; e incluso la inesperada aparición de Noé Jitrik y Arturo Frondizi como personajes secundarios de esta historia.

Es importante recordar que Walsh era en ese entonces un intelectual antiperonista que había celebrado la caída de Perón en 1955, tal como se aprecia en dos tempranos artículos periodísticos: “2-0-12 no vuelve” y “Aquí cerraron sus ojos”. A pesar de ello, no vacila en indignarse por la bajeza y arbitrariedad de los fusilamientos que está investigando. Al respecto, Muñiz escribe: “Se me ha dicho que Operación masacre llama a la sangre. Personalmente, menosprecio a quienes hablan del valor de la sangre después de haberla derramado. Se me ha dicho que Walsh le hacía el juego a los peronistas: sé que no es verdad, sé que quien interprete ese vibrante relato como propaganda peronista, sólo trata de engañarse a sí mismo. ¿O es que el crimen sólo es crimen cuando lo cometen peronistas?”.

Muñiz da cuenta de la inquebrantable ética de trabajo de ambos. De a ratos se fastidia por el humor irascible y la testarudez de su amigo, aunque termina por reconocer que él siempre consigue su objetivo: “Tras la habitual discusión a base de fotómetro, Walsh consiguió unas tomas realmente buenas, con lo que me demostró una vez más que nunca se equivoca”.

También describe de primera mano el emotivo momento en que ve surgir un libro que trascenderá la experiencia compartida: “Parece que el libro va desarrollándose en un portentoso crescendo. Walsh mezcla su más fino humor, sus sarcasmos más sangrientos, con un lirismo conmovedor. Por momentos, las vidas de esas gentes humildes se me aparecen como una epopeya. No tengo palabras para decirle mi real, mi sincero entusiasmo por la obra. Pero él me cree en seguida. Por otra parte, tiene el convencimiento de que ha trabajado bien. Yo siento confusamente que el arte que hay en ese libro, aparte del material histórico, el humano y el político, sobrepasa nuestra investigación, sobrepasa los alcances partidarios y aun sobrepasa a los mismos personajes. Walsh, en todo caso, se ha sobrepasado a sí mismo”.

Quedan para la imaginación y la fantasía del lector aquellos elementos que Muñiz decidió sustraer a la posteridad. Con plena conciencia de que estas páginas serían eventualmente halladas y publicadas, la autora arrancó un par de páginas, así como tachó y recortó determinados nombres. ¿Por qué? Link e Igal difieren en este punto. Mientras que el primero desconfía de un posible vínculo afectivo entre Walsh y Muñiz (“sé que hay personas más románticas que yo”, ironiza Link), el segundo va dando cuenta del progresivo hermetismo que fue tomando, hacia el final de su vida, Enriqueta Muñiz respecto de su participación en la investigación periodística. Esa incógnita es, precisamente, la que hace más atrapante la lectura, y que confirma una vez más la potencia de este maravilloso material.

 







25.9.17

Mi bisabuelo


No conocí a mis bisabuelos. Creo que poder hacerlo, para mi generación, era toda una rareza. Tampoco conocí a mis abuelos paternos.
Pero en las anécdotas familiares siempre gravitaba con un poco de misterio y reverencia el nombre de Cupertino del Campo (1873-1967), padre de mi abuelo materno y sobrino de Estanislao del Campo, el autor del Fausto criollo.
Mi abuelo Cupertino llevaba el mismo nombre que su padre (mi tatarabuelo), y a su vez le pondría su nombre a su hijo mayor, mi tío abuelo. Para no ser menos, mi abuelo Horacio le puso Horacio Eduardo a su hijo mayor, y éste Horacio Nicolás a su primer hijo varón (aunque, en realidad, todos le decimos Nico). En eso me siento identificado, porque yo llevo el mismo nombre que mi abuelo Vicente (y cargo a cuestas la misma desgracia de que sistemáticamente escriban mal el apellido).
Mi bisabuelo Cupertino del Campo fue médico pero, según entiendo, nunca ejerció la profesión; también fue pintor, con cierta gracia para el paisajismo y los detalles, pero con limitaciones concretas para el rostro y la figura humana. Sólo muy recientemente supe que fue director del Museo Nacional de Bellas Artes durante 20 años, y que también fundó la institución ICANA de Buenos Aires, que posee una muy buena biblioteca de consulta en inglés.
Además publicó libros de ensayo y poesía, una novela y diversos artículos.
Apenas si sobrevolé sus artículos y textos en prosa; jamás pude superar el primer capítulo de su novela El romance de un médico, acaso porque el primer nombre que en ella figura es de una cacofonía intolerable: "Perico Pérez".
Con respecto a su poesía, leí parte de ella de chico, pero a medida que mis gustos se alejaban cada vez más del clasicismo, me iba pareciendo un poco arcaico su cultivo de una poesía rimada en una época en la que las vanguardias estaban alterando radicalmente la forma de escribir.
Así y todo, tengo que reconocerle talento en el manejo de formas preestablecidas como el soneto. A pesar de que se escribe hace siglos, sigue siendo un arte difícil.
Quiero transcribir un poema de él que no está en Internet, y que es uno de los que a mi abuelo (su hijo) más le gustaban, hasta el punto de que solía recitarlo de memoria. Vale la pena señalar que, como ocurre en el Quijote, cumplir los sesenta en esa época equivalía a ser (y acaso sentirse) un anciano.

Soneto optimista

Cumplí gracias a Dios, ya los sesenta,
y aunque el recuerdo lo pasado añora,
no ha muerto la esperanza que colora
el breve porvenir que se presenta.
En la medida en que la edad aumenta,
experiencia y saber uno atesora.
De cualquier modo, lo vivido, ahora
nadie podrá borrarlo de mi cuenta.
Y qué importa que cese de repente,
cuando ruede hasta el pie de la pendiente,
esta vida prestada a plazos fijos,
si la existencia humana es permanente,
pues la renuevan incesantemente
los hijos de los hijos de los hijos.



26.12.16

Dejarse decir: acerca de algunos poemas de «Burundanga», de Abel Robino

Por Vicente Costantini

Reseña de Burundanga, de Abel Robino (Madrid: Endymion, 2013), libro que pronto será reeditado en versión digital.
Este artículo salió publicado, en versión más breve, el sábado 24 de diciembre de 2016 en el suplemento Séptimo Día del diario El día de La Plata.

Fotografía de Abel Robino por Diego Pittaluga.


La historia podría resumirse así: estuvo un año becado por la Universidad de La Plata para observar, todos los días, el mismo cuadro en el Museo del Louvre. O así: sobrevivió la detención y tortura durante la última dictadura cívico-militar y desde entonces arrastra un exilio rabioso y nómade. O quizás así: hace obras de arte para venderlas a millonarios del Mediterráneo y poder dedicarse, sin que nadie lo estorbe, a escribir y financiar proyectos editoriales de poesía platense sin fines de lucro. Todo esto, y seguramente mucho más, es Abel Robino. Pasen y vean.

1. La escena del crimen

Burundanga, del poeta y artista plástico Abel Robino (1952), es una compilación de 2013 que reúne poemas publicados en antologías y ediciones colectivas entre las décadas de 1980 y 1990, junto con textos previamente inéditos. A partir de un diálogo con el poeta, este artículo buscará reflexionar sobre algunos de los problemas que presentan la creación y la expresión poética. Para ello, podemos comenzar con la versión preliminar de “Vincent, el jardinero”, y la que finalmente se publicó en Burundanga:

      Vincent, el jardinero

          Recurrió a técnicas de injerto
          después del corte con oficio y sin titubear.
          Entre dos parpadeos, inventa el espacio donde 
          esconder su humilde oficio,
          de asesino propio
          en un autorretrato blindado,
          maquillando la escena del crimen
          con una cabeza a todo color
          envuelta groseramente en un pedazo de sábana,
          para que no se la llevase
          la hemorragia de los rumores.


          Vincent, el jardinero

          Apeló a técnicas de injerto,
          cortó y raspó sin pensarlo,
          ciñó y apretó con una venda de arpillera húmeda...
          Y así se retrató con su cabeza groseramente
          envuelta en una sábana para que la hemorragia
          no se lo llevase.



La primera versión muestra de modo más explícito lo que se sugiere en la versión publicada: si la mutilación del propio cuerpo es como un asesinato cometido contra uno mismo, entonces el famoso autorretrato de Van Gogh constituye la evidencia principal, que debe ser analizada como si de una prueba se tratase. Sobre ese cuadro, la mirada del poeta-detective instala la sospecha, aludiendo al supuesto conocimiento previo de Van Gogh de jardinería.
A su vez, la segunda versión es más brutal en su concisión, porque se centra fundamentalmente en las acciones, que además están relatadas en pasado: los hechos ya han ocurrido y son inevitables. Es importante señalar que, entre una y otra versión, el protagonismo de los rumores, mencionados como hemorragia metafórica, deja paso a la hemorragia física del cuerpo, capaz de llevarse consigo la vida del artista. Al respecto, dice Robino:
“Es de vulgar conocimiento que el pintor se corta la oreja. Ahora bien, el poema juega con la tesis de que Van Gogh ya tenía conocimientos de jardinería: una sospecha que pondría a su pintura brutal en trazo y color casi puro, al nivel de un campesino en la línea del hecho de sangre, directa, de pincelazos bastos. Y el corte, al contrario, sería menos cruel, dado que tenía conocimientos de injerto, podadas y manejos de corte. Nada es cierto, por supuesto: el poema busca instaurar sólo la sospecha. Sería un texto que pone como protagonismo la duda y la caricatura de un personaje como de historieta. Además, la inspiración viene en el instante de la agresión; es 'entre dos parpadeos' donde intuye el cuadro que vendrá como obra maestra.”

2. En el nombre del padre

Sería sencillo decir que la poesía de Robino es “rara” o “extraña”. Pero semejante concepción debería partir de la idea de que existe una poesía convencional o accesible, cuando pareciera que, por definición, una de las características de la poesía es su opacidad: la sospecha de que todo aquello a lo que refiere trabaja simultáneamente con el significado literal y el metafórico. La poesía ejerce siempre su derecho a significar otra cosa bien distinta a la que está nombrando. Recordemos lo que advierte el poeta Santiago Espel al respecto: “En un poema, la palabra sol no va a ser la palabra y la cosa que nombra, sino que será lo que esa idea nombrada a través de la palabra –un mero signo– representa para el lector en el poema, es decir, lo que representa en su vida a partir del poema […]. Este efecto lo determina la intención con la que cargamos al lenguaje. En el poema, cualquier palabra multiplica su semántica, redobla su música, se transforma en un punzón que agujerea el sentido compacto y lineal de las convenciones idiomáticas” (Santiago Espel, Notas sobre poesía. (Zona de derrumbes). Olivos: La Carta de Oliver, 2013, fragmento 151, p. 82).
A pesar de estas características, atribuibles a todo poema, es innegable que la poesía de Robino tiene la capacidad de perturbar al lector desde un punto de vista extrañado, externo. Podemos observar esta característica en el poema dedicado a su padre:

          Epitafio en construcción

          Alas, pezuñas y rabo.
          Mi padre murió como un animal convencido.
          Solía asegurar que nadie muere de una sola y estricta vez,
          y ésa fue su hora de creyente, emperrada, amenazante.
          Aquí, esta versión sin ruidos,
          libre ya de la impune imaginación.
          El orador devorado por su propia oración,
          la del aguante diario, la ordinaria,
          la que en vida lo elevaba y lo dejaba caer en una
          sola y mal pagada jornada de trabajo.
          También dijo: un día te tocará ordenar mis pedazos.
          Y aquí, aquí lo estoy haciendo:
          alas, pezuñas y rabo.



Si “Vincent, el jardinero” hacía foco en la mutilación del cuerpo, “Epitafio en construcción”, por su parte, se abre y cierra con la enumeración de partes desmembradas de distintos animales, lo que en principio parecería tener poca relación con un hombre muerto. Sin embargo, acaso la clave de su interpretación se halle en el segundo verso (“Mi padre murió como un animal convencido”), así como en la frase que el padre le dice al yo lírico: “un día te tocará ordenar mis pedazos”. No es casual, a su vez, que Robino juegue con el doble sentido de “orador”; el orador es el que habla ante el público, pero también es el que reza una plegaria prosaica: “la del aguante diario, la ordinaria”. Como si cumpliera con un mandato paterno, aquí el hijo escribe el epitafio, pero éste se halla “en construcción” porque, según el padre, “nadie muere de una sola y estricta vez”. El pensar que alguna vez seremos huérfanos, hijos sin padre, nos ubica de cara a la muerte, y a su vez señala la renovación de un ciclo inevitable: alguna vez tocará a nuestros hijos ordenar nuestros pedazos, redactar nuestro epitafio. Toda vez que ese ciclo se invierte o se trastoca, toda vez que los padres deben enterrar a sus hijos, el resultado es monstruoso y trágico. Recordemos, por caso, el terrible final de Medea de Eurípides: peor castigo que el de ser asesinado es el de perder a los hijos y que sus cuerpos sean negados a sus padres. Como veremos, cualquier semejanza con el contexto político de la Argentina en la década de 1970 no es mera casualidad.

3. Dejarse decir

Muchos de los poemas de Burundanga incluyen voces, discursos ajenos, citas entrecomilladas. Basta con leer el primer poema del libro, “Boceto y misterio”, dedicado a la memoria de Edmond Jabès, para sumergirse en el problema de la creación poética. En “La cruda realidad”, el prólogo a Burundanga, César Cantoni señala: “Así, en el contexto de un auditorio imaginario, es el mismo Jabès el que toma la palabra y, mostrando un dibujo a manera de ejemplo, expone su percepción del hecho estético, al que describe como una fusión de intuición y lucidez, de “descuido” y “exactitud”, que condice con la propia visión de Robino” .
Reparemos, ahora, en otro poema que utiliza el mismo recurso:

          Suplicio del caballete

          “Monté sobre el caballete, las piernas colgando,
          y cuando mi propio peso fue insoportable,
          el ego dijo: lastimado, peso más.
          El alma dijo: yo nunca pesé nada.
          Y la conciencia dijo: propongo la levedad del    
          que le arrancan las uñas.”

          Así lo dijo, así lo dijo.



Con la excepción del último verso, todo este poema es una cita; es decir, un discurso ajeno. Sólo el final marca la aparición de un yo lírico externo, que es el que está citando a la voz que aparece primero. A su vez, este poema en particular ofrece una especie de puesta en abismo, porque la voz citada nos cuenta qué fue lo que dijeron el ego, el alma y la conciencia, como si fueran partes autónomas de la persona que está sufriendo una tortura. Cabe preguntarse la razón de este distanciamiento: ¿se trata de un punto de vista plástico, que asume cierta distancia sobre el objeto a retratar? ¿O, por el contrario, lo insoportable de la temática exige la toma de distancia? No debemos olvidar que, como es frecuente en la poesía de Robino, las connotaciones de las palabras son múltiples y a veces irónicas. El “caballete” del título es, convencionalmente, el bastidor que se utiliza como soporte de un lienzo o tela para poder pintar y dibujar sobre ella e, incluso, sirve para denominar cierto tipo de arte entendido por las vanguardias del siglo XX como burgués y conformista. Sin embargo, en el contexto de la historia reciente argentina este término, al igual que “desaparecido”, “submarino”, “picana” y tantos otros, toma un significado siniestro y concreto: el de un instrumento de tortura, cuyo sentido queda fijado con la palabra “suplicio”.
Quisiéramos concluir este comentario señalando que todos los poemas analizados se asemejan por buscar modos diversos de lidiar con lo innombrable, con aquello que a duras penas se puede tolerar y decir: la mutilación, la locura y el suicidio; la muerte de un ser querido; la vejación, la humillación y la tortura. Lejos de caer en el sentimentalismo y la conmiseración, la poesía de Robino busca en la expresión rotunda y la mirada externa los elementos que hagan posible seguir hablando. Cuando terminen Burundanga, resonará aún en los oídos de sus lectores la canción del encapuchado que, a pesar de todo, conservaba la esperanza: “Quien pierde la paciencia / pierde el sentido de la eternidad”.


"Autorretrato tarde o temprano". Obra de Abel Robino.

11.12.16

La epifanía intolerable

Por Vicente Costantini

Reseña de Hombre reunido. Poesía 1978-2016, de Santiago Kovadloff (Buenos Aires: Emecé, 2016), publicada por el diario El día de La Plata el domingo 9 de octubre de 2016.



Santiago Kovadloff (1942) es conocido principalmente por su obra ensayística, y por ser, además, un destacado traductor de literatura en lengua portuguesa: basta con observar su difusión incansable de la poesía brasileña contemporánea, así como su dedicación a la obra múltiple del enorme Fernando Pessoa.

A esta labor, conocida por el público masivo, se le suma una trayectoria poética sostenida paciente, perseverantemente, a lo largo de casi cuarenta años. Así, Hombre reunido. Poesía 1978-2016 traza un arco que va desde Zonas e indagaciones (1978) hasta el reciente Hecho de cosas pequeñas (2015). “Líricos urbanos”, uno de los poemas de este último libro, funciona como un arte poética y una clave retrospectiva de lectura: “Nada de cielos, rápidas aguas claras / o verde tierra extensa mecida por el viento. / Sólo turbios vecinos, cuerpos lejanos, brumosos cuartos revueltos”. Todo lo negado define los espacios en los que se desarrolla gran parte de la poesía de Kovadloff: edificios envueltos en el silencio de la madrugada, automóviles descompuestos, aviones sostenidos en el aire como un milagro precario, consultorios médicos o colas para hacer un trámite. Cuando aparece, el campo es apenas un refugio fugaz, o un cambio de escenario para el acostumbrado tedio de la vida urbana.

Paradójicamente, es en el reconocimiento de esos límites estrechos donde la poesía de Kovadloff encuentra su expresión más lograda: en particular, a partir de los libros Ciertos hechos (1985) y Ben David (1988), que plantean obsesiones fundamentales a las que el autor volverá en su obra tardía. Sus mejores poemas no se agotan en la banalidad de la anécdota cotidiana o la denuncia del hastío; muy por el contrario, constituyen la posibilidad de indagación del yo hacia sí mismo, en pos de una verdad siempre esquiva. A pesar de la conciencia del sinsentido, ese yo insiste y porfía en la búsqueda de un sentido que lo justifique.

La poesía de Kovadloff sugiere epifanías fugaces en esos momentos de hallazgo. El sonido de la lluvia y el canto de los pájaros parecen anunciar un mesiánico “día inesperado”; el niño recién llegado a la mesa de café puede ser uno de los ángeles “voceros de lo inaudito”. En una de las últimas epifanías, titulada “Visión”, el poeta nos advierte sobre el precio que ha de pagarse por acceder a ella: “Nadie ingresa a lo imposible / si no paga con silencio lo que gana”. En otras palabras, hay algo intransferible en estas revelaciones, una verdad dolorosa que el yo lírico es incapaz de tolerar: “Nos acosan los muertos vueltos de repente. / Sostenemos sin aliento su mirada / pidiendo en secreto / que alguien abra la puerta, / traiga un café, / sepulte otra vez a los muertos”.

En el prólogo a esta edición, Kovadloff expresa la esperanza de que su poesía invite a la lectura en voz alta, ya que en ella “reviven los poetas muertos y aún los que no lo están”. De manera similar, desde “Dora detrás”, poema de Canto abierto (1979) dedicado a la tía asesinada en los campos de concentración, hasta “Una elegía”, incluido en Líneas de una mano (2012), la evocación de los muertos en voz alta tiene el poder de  revivirlos momentáneamente, trayendo consigo sus voces y su presencia. Pero esta evocación se volverá más amarga hacia el final, en la medida en que la voz que nombra a los muertos los presienta cada vez más cercanos. ¿Hay escapatoria? A modo de consuelo, el poeta nos dirá: “No se trata, sin embargo, de ser cautos y callar. / Se trata de extenuarse tratando de decir”.

7.8.16

El libro dual

Por Vicente Costantini

Reseña de La mirada / Identidades (La Plata: Ediciones Al Margen, 2016), de Osvaldo Ballina, publicada por el diario El día de La Plata el domingo 7 de agosto de 2016.




“Salí a buscar mi última mirada / aún no es medianoche y no encontré la primera mirada”. Con esta búsqueda se abre La mirada / Identidades, la más reciente publicación del poeta Osvaldo Ballina (La Plata, 1942). Un libro escindido desde el título, que reflexiona sobre la angustia de sentirse uno y muchos a la vez.

En la primera sección, La mirada, reaparecen temas presentes desde hace tiempo en la poesía de Ballina: el viaje, lo natural –particularmente a través del agua y lo oceánico– y la preocupación por el rumbo que está tomando el mundo. Todos estos elementos se reúnen en “Eneas al revés”, una réplica al famoso poema “Anquises sobre los hombros” de Horacio Castillo: “miren / el mundo está al revés desde hace tiempo / ya no es eneas que lleva a su padre sobre los hombros / no, es un refugiado […] / que sale del mar”. A esa visión pesimista, que puede encontrarse sin matices en otros libros de Ballina –En tierra de uno (1977) y Final del estante (1994), por tomar sólo dos ejemplos de una vasta obra poética– le corresponden también, como contrapartida, un vitalismo y una ironía que alivian y ponen en duda la severidad de la denuncia: “¿salirse del mundo es rebelión, prudencia o cobardía?”.

La segunda sección, Identidades, se distingue de la primera por la multiplicidad de voces que aparecen aquí desarrolladas, tanto en discurso directo como referido. A través de este retablo de personajes, Ballina advierte acerca de la naturaleza dual del hombre, tan animal como humano: “permanencia cambiante de sus identidades / él que era él y él que no era él / instinto de un yo dual / ciénaga de lobos y hombres”. En uno de los poemas más memorables, “La pandemia”, se sugiere que el lenguaje humano es, a la vez, la causa y el antídoto de esta angustia esencial, “camino de perdición para transformar el vacío en creación”. El poema, no obstante, cierra con dos imágenes crípticas que prolongan la contradicción: “venenos errantes, flores carnívoras”.

Como en muchos de los libros de su última etapa, Ballina concentra cada poema de La mirada / Identidades en una única estrofa, sin mayúsculas y valiéndose de escasos signos de puntuación. La apuesta más fuerte, entonces, aparece a nivel léxico y sintáctico: cuando se tensa el lenguaje de un modo absolutamente personal, haciendo que los sustantivos califiquen a otros sustantivos (“un aire tumba”, “yegua mar” o “una grieta estrella de respiración”, por ejemplo), y cuando se escogen palabras en una amplia variedad de registros, entre lo universal y lo cotidiano; lo culto y lo coloquial: “lo terrestre no varía nunca su guión […] / somos trapos de nadie tendidos al viento”.

¿Dos libros en uno, entonces? Más bien, un libro dual en el que la unidad formal y estilística supera la tendencia a la dispersión temática. El lector sabe dónde comenzará a buscar con su mirada, pero no imagina en cuál de estas identidades terminará por encontrarse a sí mismo.

http://www.eldia.com/septimo-dia/osvaldo-ballina-el-libro-dual-155907

22.7.15

Notas sobre «refugio de altura», de Osvaldo Ballina




1

refugio de altura, de Osvaldo Ballina, es un libro minimalista. Escribo el título así, sin mayúsculas, para ser fiel a la intención de sostener el libro completo sin mayúsculas en títulos, nombres propios ni comienzos de oración. Ni siquiera el nombre del "dios innominado" tiene mayúsculas.
Los poemas centrados en el medio, apretados y rodeados por el blanco de la página, completan la sensación de lo despojado, de lo mínimo. A partir de ese formato sencillo, sin pretensiones, se puede aspirar a que cada frase comunique más y diga de sí lo indispensable. En ese sentido, me parece interesante el diálogo sutil que hay entre títulos y textos. Muchos de ellos son fragmentos del texto, de modo que actúan como una lupa puesta sobre el poema. Esto obliga a volver y detenerse sobre ciertos sectores del texto que quizás el lector hubiera pasado por alto o leído rápidamente.
Además, la falta de puntuación de muchos poemas abre más posibilidades de interpretación a algunos de estos textos. Muchos adjetivos podrían ser sustantivos, a la vez que hay sustantivos que podrían funcionar como calificativos. Anoté, por ejemplo, "viento navaja" y "silencio murciélago".

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A pesar de ello, el lenguaje es complejo. No por la sintaxis, sino por el léxico. Normalmente yo no recurro al diccionario cuando leo poesía: prefiero que las palabras que no conozco me sugieran algo por contexto, por asociación y por sonido. El mejor ejemplo de ello es esa misteriosa palabra escondida en un verso bellísimo de San Juan de la Cruz: "y el ventalle de cedros aire daba". Parte del encanto de ese verso, para mí, es lo que sugiere, sin decirlo, esa palabra desconocida, "ventalle". Sugiere viento, brisa; tiene movimiento y ondulación.
Sin embargo, al leer refugio de altura sentí que, si esas palabras desconocidas me quedaban sin comprender, se me escaparía el meollo del poema. Algunos ejemplos de mi ignorancia son "desbrozar", "sibila", "crótalo", "burilada". Descubro ahora que muchas de ellas son palabras técnicas. Supongo que mi padre no se sorprendería de una ignorancia mía de este tipo; una de sus frases favoritas es "A vos te falta inteligencia práctica".

3

Al principio, el título del libro y las referencias de algunos de los poemas me sugerían una crónica, en forma poética, de una excursión de montaña, real o imaginaria. Como suelo decir en mis clases, no siempre quiero saber de dónde surgen los textos. A veces tener más información sobre las circunstancias que dieron origen a un texto, lejos de iluminarlo o ilustrarlo, lo empequeñecen, lo limitan (como sintetiza el título de uno de los poemas: "aquí es otro lado"). Por eso me sorprendió encontrar, avanzando sobre el libro, otros poemas que me llevaban en direcciones bien distintas: "boca de fuego", por ejemplo, habla de un personaje en la bolsa de valores:

ese
que con un ojo, una pierna, un brazo
trabado de lengua, en la bolsa de valores
irradia, desde su boca de fuego,
su vislumbre más por dudas
que por ajenas convicciones
y desconcierta a los inversores
despuntados por el escándalo
para quienes uno más uno es dos
y no uno 

También hay referencias concretas a Cabo da Roca y Jaipur, entre otros sitios. De a ratos, me parece como si algunos de los temas esenciales del libro anterior de Ballina, Memoria de la India, hubieran decantado en este libro: como si ese secreto, ese murmullo al que se alude en el poema "jaipur" fuese siempre esquivo, eludiendo su captura en el poema.

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Me gustan los poemas que terminan con una pregunta, como extendiéndole al lector la última palabra: 
¿son señales de un destino irredento,
sapiencia de la especie o treta del demonio?
¿el otro será mi hermano o mi verdugo?
Le tengo mucho afecto a un libro quizás menor de Neruda, pero que me gusta por su forma abierta, inconclusa, casi vacilante: el Libro de las preguntas. A veces he llegado a preguntarme a mí mismo si no tenía que limitar mi propio uso de la pregunta al final de los poemas; si no era una trampa que me estaba tendiendo a mí mismo para resolverlos y concluirlos. Todavía no lo sé, pero cuando encuentro un poeta que cierra (¿cierra?) sus poemas con una pregunta, me sonrío, como si algo nos identificara y nos uniera. Quizás habría que hacer, en un acto de apropiación irresponsable y feliz, una antología colectiva que incluya todas las preguntas que figuren al final de todos los poemas. El resultado podría ser, me parece, extraordinario.

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Entre todos los poemas del libro, sorprende "pan de invierno". Lo transcribo íntegro:

el pan de invierno es un ángel aparecido
que espanta el pánico,
ciencia de lo natural absoluto
que da dicha 
a los sonámbulos sensatos
y a los plácidos locos
untados todos de tinieblas 
 
El título, el fraseo, la temática, la metáfora inicial... todo me recuerda a Luis Alberto Spinetta. Sin duda, este poema podría haber sido una letra de Invisible o Spinetta Jade. Aunque no sé, todavía, si a Ballina le gustaría esa comparación.

6

Me parece acertado que el libro termine con "la herencia", un poema cuyo uso del futuro le da un tono asertivo y rotundo:
  
pisarás las mismas huellas
mirarás asombrado a los altos muros
de la nueva ciudadela
verás caer palabras de desterrada palpitación...

Sin embargo, creo que otro final posible hubiera sido elegir "refugio de altura", el poema que da título al libro:

aquí en las alturas nevadas
toda lengua es reductiva
prensada por el frío
los sueños se desecan a la intemperie
en una ceremonia invisible
pero ajeno a toda soledad
oscuridad o claridad
por su boca de sí reflejante
crea la estrella guía
que sobreviene
vacío tras vacío
paisaje tras paisaje
mundo tras mundo

*     *     *


Post scriptum

Recibí el libro en la Biblioteca López Merino en abril de 2015, cuando salía de dar clase. Sin embargo, el libro fue editado en abril de 2014, y la dedicatoria de Ballina también está fechada en ese mes y ese año.
Existen dos explicaciones posibles para esto. La primera, que el autor efectivamente envió el libro en abril de 2014 a la biblioteca, pero por descuido el sobre quedó guardado y archivado durante un año, hasta el día en que las empleadas se acordaron y me lo dieron.
La segunda explicacion posible es que el autor simplemente se equivocó: tal vez pensaba en el año ya transcurrido mientras escribía la dedicatoria, cuando debería haber escrito 2015.
Hablé de explicaciones posibles. Existe también una tercera explicación, pero es imposible. Ésta indicaría que ni las empleadas ni Ballina cometieron error alguno; él envió el libro en abril de 2014 y ellas me lo entregaron ni bien lo recibieron. Puede haber ocurrido, entonces, que el libro viajara no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Que aguardara el momento indicado para llegar a mis manos. Como las cartas de Kafka o las cartas del cuento "Sobremesa" de Cortázar, la dimensión temporal en que se movió este libro fue distinta de la mía, la de Ballina, la de las empleadas. Buscó su momento para llegar a mis manos: el momento adecuado. Éste.