26.12.16

Dejarse decir: acerca de algunos poemas de «Burundanga», de Abel Robino

Por Vicente Costantini

Reseña de Burundanga, de Abel Robino (Madrid: Endymion, 2013), libro que pronto será reeditado en versión digital.
Este artículo salió publicado, en versión más breve, el sábado 24 de diciembre de 2016 en el suplemento Séptimo Día del diario El día de La Plata.

Fotografía de Abel Robino por Diego Pittaluga.


La historia podría resumirse así: estuvo un año becado por la Universidad de La Plata para observar, todos los días, el mismo cuadro en el Museo del Louvre. O así: sobrevivió la detención y tortura durante la última dictadura cívico-militar y desde entonces arrastra un exilio rabioso y nómade. O quizás así: hace obras de arte para venderlas a millonarios del Mediterráneo y poder dedicarse, sin que nadie lo estorbe, a escribir y financiar proyectos editoriales de poesía platense sin fines de lucro. Todo esto, y seguramente mucho más, es Abel Robino. Pasen y vean.

1. La escena del crimen

Burundanga, del poeta y artista plástico Abel Robino (1952), es una compilación de 2013 que reúne poemas publicados en antologías y ediciones colectivas entre las décadas de 1980 y 1990, junto con textos previamente inéditos. A partir de un diálogo con el poeta, este artículo buscará reflexionar sobre algunos de los problemas que presentan la creación y la expresión poética. Para ello, podemos comenzar con la versión preliminar de “Vincent, el jardinero”, y la que finalmente se publicó en Burundanga:

      Vincent, el jardinero

          Recurrió a técnicas de injerto
          después del corte con oficio y sin titubear.
          Entre dos parpadeos, inventa el espacio donde 
          esconder su humilde oficio,
          de asesino propio
          en un autorretrato blindado,
          maquillando la escena del crimen
          con una cabeza a todo color
          envuelta groseramente en un pedazo de sábana,
          para que no se la llevase
          la hemorragia de los rumores.


          Vincent, el jardinero

          Apeló a técnicas de injerto,
          cortó y raspó sin pensarlo,
          ciñó y apretó con una venda de arpillera húmeda...
          Y así se retrató con su cabeza groseramente
          envuelta en una sábana para que la hemorragia
          no se lo llevase.



La primera versión muestra de modo más explícito lo que se sugiere en la versión publicada: si la mutilación del propio cuerpo es como un asesinato cometido contra uno mismo, entonces el famoso autorretrato de Van Gogh constituye la evidencia principal, que debe ser analizada como si de una prueba se tratase. Sobre ese cuadro, la mirada del poeta-detective instala la sospecha, aludiendo al supuesto conocimiento previo de Van Gogh de jardinería.
A su vez, la segunda versión es más brutal en su concisión, porque se centra fundamentalmente en las acciones, que además están relatadas en pasado: los hechos ya han ocurrido y son inevitables. Es importante señalar que, entre una y otra versión, el protagonismo de los rumores, mencionados como hemorragia metafórica, deja paso a la hemorragia física del cuerpo, capaz de llevarse consigo la vida del artista. Al respecto, dice Robino:
“Es de vulgar conocimiento que el pintor se corta la oreja. Ahora bien, el poema juega con la tesis de que Van Gogh ya tenía conocimientos de jardinería: una sospecha que pondría a su pintura brutal en trazo y color casi puro, al nivel de un campesino en la línea del hecho de sangre, directa, de pincelazos bastos. Y el corte, al contrario, sería menos cruel, dado que tenía conocimientos de injerto, podadas y manejos de corte. Nada es cierto, por supuesto: el poema busca instaurar sólo la sospecha. Sería un texto que pone como protagonismo la duda y la caricatura de un personaje como de historieta. Además, la inspiración viene en el instante de la agresión; es 'entre dos parpadeos' donde intuye el cuadro que vendrá como obra maestra.”

2. En el nombre del padre

Sería sencillo decir que la poesía de Robino es “rara” o “extraña”. Pero semejante concepción debería partir de la idea de que existe una poesía convencional o accesible, cuando pareciera que, por definición, una de las características de la poesía es su opacidad: la sospecha de que todo aquello a lo que refiere trabaja simultáneamente con el significado literal y el metafórico. La poesía ejerce siempre su derecho a significar otra cosa bien distinta a la que está nombrando. Recordemos lo que advierte el poeta Santiago Espel al respecto: “En un poema, la palabra sol no va a ser la palabra y la cosa que nombra, sino que será lo que esa idea nombrada a través de la palabra –un mero signo– representa para el lector en el poema, es decir, lo que representa en su vida a partir del poema […]. Este efecto lo determina la intención con la que cargamos al lenguaje. En el poema, cualquier palabra multiplica su semántica, redobla su música, se transforma en un punzón que agujerea el sentido compacto y lineal de las convenciones idiomáticas” (Santiago Espel, Notas sobre poesía. (Zona de derrumbes). Olivos: La Carta de Oliver, 2013, fragmento 151, p. 82).
A pesar de estas características, atribuibles a todo poema, es innegable que la poesía de Robino tiene la capacidad de perturbar al lector desde un punto de vista extrañado, externo. Podemos observar esta característica en el poema dedicado a su padre:

          Epitafio en construcción

          Alas, pezuñas y rabo.
          Mi padre murió como un animal convencido.
          Solía asegurar que nadie muere de una sola y estricta vez,
          y ésa fue su hora de creyente, emperrada, amenazante.
          Aquí, esta versión sin ruidos,
          libre ya de la impune imaginación.
          El orador devorado por su propia oración,
          la del aguante diario, la ordinaria,
          la que en vida lo elevaba y lo dejaba caer en una
          sola y mal pagada jornada de trabajo.
          También dijo: un día te tocará ordenar mis pedazos.
          Y aquí, aquí lo estoy haciendo:
          alas, pezuñas y rabo.



Si “Vincent, el jardinero” hacía foco en la mutilación del cuerpo, “Epitafio en construcción”, por su parte, se abre y cierra con la enumeración de partes desmembradas de distintos animales, lo que en principio parecería tener poca relación con un hombre muerto. Sin embargo, acaso la clave de su interpretación se halle en el segundo verso (“Mi padre murió como un animal convencido”), así como en la frase que el padre le dice al yo lírico: “un día te tocará ordenar mis pedazos”. No es casual, a su vez, que Robino juegue con el doble sentido de “orador”; el orador es el que habla ante el público, pero también es el que reza una plegaria prosaica: “la del aguante diario, la ordinaria”. Como si cumpliera con un mandato paterno, aquí el hijo escribe el epitafio, pero éste se halla “en construcción” porque, según el padre, “nadie muere de una sola y estricta vez”. El pensar que alguna vez seremos huérfanos, hijos sin padre, nos ubica de cara a la muerte, y a su vez señala la renovación de un ciclo inevitable: alguna vez tocará a nuestros hijos ordenar nuestros pedazos, redactar nuestro epitafio. Toda vez que ese ciclo se invierte o se trastoca, toda vez que los padres deben enterrar a sus hijos, el resultado es monstruoso y trágico. Recordemos, por caso, el terrible final de Medea de Eurípides: peor castigo que el de ser asesinado es el de perder a los hijos y que sus cuerpos sean negados a sus padres. Como veremos, cualquier semejanza con el contexto político de la Argentina en la década de 1970 no es mera casualidad.

3. Dejarse decir

Muchos de los poemas de Burundanga incluyen voces, discursos ajenos, citas entrecomilladas. Basta con leer el primer poema del libro, “Boceto y misterio”, dedicado a la memoria de Edmond Jabès, para sumergirse en el problema de la creación poética. En “La cruda realidad”, el prólogo a Burundanga, César Cantoni señala: “Así, en el contexto de un auditorio imaginario, es el mismo Jabès el que toma la palabra y, mostrando un dibujo a manera de ejemplo, expone su percepción del hecho estético, al que describe como una fusión de intuición y lucidez, de “descuido” y “exactitud”, que condice con la propia visión de Robino” .
Reparemos, ahora, en otro poema que utiliza el mismo recurso:

          Suplicio del caballete

          “Monté sobre el caballete, las piernas colgando,
          y cuando mi propio peso fue insoportable,
          el ego dijo: lastimado, peso más.
          El alma dijo: yo nunca pesé nada.
          Y la conciencia dijo: propongo la levedad del    
          que le arrancan las uñas.”

          Así lo dijo, así lo dijo.



Con la excepción del último verso, todo este poema es una cita; es decir, un discurso ajeno. Sólo el final marca la aparición de un yo lírico externo, que es el que está citando a la voz que aparece primero. A su vez, este poema en particular ofrece una especie de puesta en abismo, porque la voz citada nos cuenta qué fue lo que dijeron el ego, el alma y la conciencia, como si fueran partes autónomas de la persona que está sufriendo una tortura. Cabe preguntarse la razón de este distanciamiento: ¿se trata de un punto de vista plástico, que asume cierta distancia sobre el objeto a retratar? ¿O, por el contrario, lo insoportable de la temática exige la toma de distancia? No debemos olvidar que, como es frecuente en la poesía de Robino, las connotaciones de las palabras son múltiples y a veces irónicas. El “caballete” del título es, convencionalmente, el bastidor que se utiliza como soporte de un lienzo o tela para poder pintar y dibujar sobre ella e, incluso, sirve para denominar cierto tipo de arte entendido por las vanguardias del siglo XX como burgués y conformista. Sin embargo, en el contexto de la historia reciente argentina este término, al igual que “desaparecido”, “submarino”, “picana” y tantos otros, toma un significado siniestro y concreto: el de un instrumento de tortura, cuyo sentido queda fijado con la palabra “suplicio”.
Quisiéramos concluir este comentario señalando que todos los poemas analizados se asemejan por buscar modos diversos de lidiar con lo innombrable, con aquello que a duras penas se puede tolerar y decir: la mutilación, la locura y el suicidio; la muerte de un ser querido; la vejación, la humillación y la tortura. Lejos de caer en el sentimentalismo y la conmiseración, la poesía de Robino busca en la expresión rotunda y la mirada externa los elementos que hagan posible seguir hablando. Cuando terminen Burundanga, resonará aún en los oídos de sus lectores la canción del encapuchado que, a pesar de todo, conservaba la esperanza: “Quien pierde la paciencia / pierde el sentido de la eternidad”.


"Autorretrato tarde o temprano". Obra de Abel Robino.

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